martes, 24 de febrero de 2009

sí, basura

sí, claro, “harto de las cámaras”… te encanta. te encanta estar allí sentado con todos a tu alrededor, oyéndote como unos estúpidos. como unos estúpidos, realmente. ¿quién puede sentirse interesado por ti, por lo que hiciste? es sólo morbo. estúpido trabajo.

“escarbar la tierra, soy basura, todos me evitan” sí, claro. te encantan las cámaras, te encanta que te recuerden lo que hiciste. “a veces nos toca escarbar en la basura” como si no hubieses tenido opción, como si lo pudieses borrar todo, como si pudieses regresar sobre tus pasos. no puedes. todo eso que pasó… todo eso está allí, existe. como si no lo supieras…

todo esto es ridículo, falso… “quiero que me digan qué decir”.hacerte la víctima. como si te obligasen. se nota que lo quieres contar todo. esa sonrisita sarcástica, ese “tú sólo me preguntas”. no somos como tú, ¡no lo soy!. no soy yo el del video, el que está tras las cámaras, el que se regocija en su basural, en sus ridículos 15 minutos de fama.

yo también me cansé. ya no quiero verte. ya no quiero escuchar.



para los curiosos y desmemoriados
acá la "primera parte"

miércoles, 18 de febrero de 2009

Febril febrero

No recuerda muy bien como llegó hasta este jolgorio. Está fascinado con todo lo que ve alrededor, y más aun con su anónima presencia, gracias a la máscara y disfraz que lleva. Casi todos lucen un atuendo que esconde sus identidades, algunos más elaborados que otros, algunos más reveladores que otros, pero este espectáculo lo hace sentirse en un universo paralelo.

Ya hacia unas semanas que había abandonado totalmente el mundo que la sociedad ha construido para los hombres y solo se dedicaba a realizar esas cosas que siempre quiso y nunca pudo hacer. Ir a una fiesta de disfraces, claro está, disfrazado, estaba en su lista; y la Noche Veneciana en La Punta era la mejor opción. Una recreación que, había escuchado, era fantástica; en la que los disfraces se leerían como la excusa perfecta de ser el héroe que nunca fue.

Estar tras una máscara, emulando ser cualquiera, podría hacer que aflorara en él personalidades que lo divertirían en extremo. Si bien su ornamenta era algo neutra, se había esforzado -casi sin darse cuenta- en crearla exquisita, digna de admiración. Me tocaría acá describirla, pero deshonraría la memoria de nuestro personaje, ya que lo que menos que quería era que lo observaran. Cosa que está logrando mientras se pasea entre contorsionistas, lanzafuegos, arlequines. Nadie lo observa. Pide un vino, se lo toma lentamente mientras sigue andando sobre esta artificial Venecia.

Artificial, trivial, así es todo esto que lo rodea, exactamente igual al mundo que da vueltas allá afuera; pero con una gran diferencia: acá es así porque así lo desean todos los presentes. Acá la farsa se ha montado como el máximo elemento sobre el que reirán, bailarán, amarán, o como él, se ocultarán. No podía ser más real todo su actual entorno. No podía ser más falso el lunes en la oficina o el sábado en la cantina. Curiosidades de la vida, sentirse auténtico tras una máscara, sentirse auténtico rodeado de comparsas soñadas, sentirse auténtico sin saber quién es él mismo.

Todas estas ideas, y muchísimas otras -con las cuales podríamos armar todo un tratado ontológico- surcaban su mente hasta que un empujón (que envió la copa de vino al suelo) y unas disculpas con deliciosa voz femenina lo regresaron a prestarle atención a la carnavalesca velada. Le molestó el incidente pero la sola voz que repetía "lo siento" de modo tan gracioso hacia que toda la molestia se le vaya de inmediato. Al voltear para ver a la causante del laberinto, queda atónito ante su belleza. Sus mejillas sonrojadas, un antifaz que cubría sus ojos, piel nívea, cabellos a la altura del hombro con una caída tímidamente ondulada, y un vestido que ofrecía unos generosos senos, ah, y abundantes pecas sobre su pecho terminaban de adornar a esta damisela. En otras circunstancias, a estas alturas del encuentro, nuestro personaje ya hubiese huido de la escena, pero lo único que no quiere dejar de hacer es observar a esta chica que simulaba ser, acaso, una princesa del siglo XVIII.

Ella habla, él la observa, ella insiste con las disculpas, él la observa, ella le dice su nombre: Vannina, él la observa, ella le ofrece reponer la copa de vino, él la observa, ella le jala del traje, él la observa, ella lo guía hasta el primer puesto en donde encuentren el elixir de Baco, y -ya lo sabemos-, él la observa.

Ya con las copas en mano, Vannina sugiere hacer un brindis. Un pequeño silencio -producto de unos segundos en los que ella ordena sus ideas para decir las palabras precisas- y la voz del enmascarado pronuncia un "por ti" que ninguno de los dos esperaba. A través del antifaz se pudo observar como sus ojos se sorprenden, sus mejillas vuelven a adquirir ese color rosáceo que a él le había encantado la primera vez. Sonríe iluminándolo todo, y hace notar que ya había perdido la esperanza de escucharlo, además de parecerle injusto un brindis solo por ella, y proponiendo hacerlo por ambos. Él acepta la propuesta, toman el primer sorbo mirándose a los ojos. Rieron como locos, una complicidad estaba naciendo, ¿hasta dónde llegaría?

Ambos están a la expectativa de lo que dirá el otro. Vannina, se adelanta y -como estudiando reacciones- afirma haberlo, en este pequeño lapso de tiempo, sorprendido en más de una ocasión con la mirada en su escote. Ríe ella, seriedad en él. Quiso hacerlo sonrojar también, pero fue ella la que lo hizo una vez más. Entonces, él aprovecha la situación y le dice que no más veces de las que se ha quedado disfrutando sus mejillas. Risas, más risas, empieza el coqueteo. Ambos han venido por cosas diferentes a esta Noche Veneciana, sin embargo ambos están conformes con el resultado.

Y es que -en el caso del protagonista-, ella lo está ayudando a aislarse más. Mientras caminan, mientras beben, mientras ríen, mientras se conocen, el bullicio poco a poco va desapareciendo, las comparsas se están convirtiendo en coloridas estatuas, esta fantasiosa Venecia se convierte en un pequeño Edén.

Se dicen sus verdades, se ocultan sus certezas, y no lo pueden creer, están felices, y lo mejor, el entorno se está envaneciendo. Nadie los observa, y es que para ellos ya no existe alguien alrededor. Las palabras, el vino, la brisa, las ansías están convirtiendo a esta velada en una noche inolvidable. Él le dice que quiere perderse en sus montes, ella que quiere besar cada milímetro de su desconocido cuerpo. Pero si ni siquiera se han visto el rostro, ni siquiera sus labios se han encontrado, ni siquiera se han tocado la piel, y ya están elucubrando el éxtasis de estar juntos. Son las palabras dice él, es el vino dice ella, tal vez la brisa replica el primero, somos nosotros sentencia Vannina. Y ella tiene razón, son ellos, porque ya a estas alturas no existen los otros, no existe el sonido, no existe el carnaval, ya ni siquiera se les ocurre pensar en lo que pasa alrededor, ellos son el universo, solo ellos.

Con esta única certeza, se ponen frente a frente, solo con sus miradas saben que es el instante en donde empieza la corporalidad de todos los excesos que han cantado hasta hace unos segundos. Ella se dispone a sacarse el antifaz, él hace lo mismo con su máscara, cierran los ojos, ya sin caretas se disponen a abrirlos y en el pleno instante que lo hacen una luz cegadora los desconcierta. "La pareja de la noche" gritan los parlantes.

Él buscaba desaparecer. Encontró en ella la cómplice perfecta. Esa perfección la percibieron las 400 personas que los rodeaban. ¡Qué ironía! Cuando se sintieron únicos en el mundo, totalmente aislados, todos los miraban, todos los aplaudían, todos los admiraban.

J^P

sábado, 14 de febrero de 2009

De por qué no me gustan las rubias

Tenía once u doce años. A esa edad era un chibolo enamoradizo; me enamoraba de cualquier colegiala que se me cruzara en el camino y me pareciera simpática; hasta universitarias me hicieron caer en sus redes. A esas alturas ya habían pasado (por mi imaginación, claro está) un par de hermanas que se subían conmigo en la veintiuno, cuando iba a mi colegio que quedaba en Magdalena (hasta cuarto de primaria), también se encontraba la vecina a la que nunca podía hablar y de quien siempre entraba a su quinta, castillo medieval que nuestros ojos veían, por lo lúgubre y largo de sus pasadizos y la poca iluminación que tenía. Recuerdo que era la flaca más simpática del barrio, y lo único que atinábamos con los manganzones de mi cuadra, era a hacerle la guardia para verla salir y quedarnos prendados como babosos al verla pasar. Ni siquiera Katy, la primera “enamorada” que tuve oficialmente a los once años, pecosa ella, vecina del callejón del costado, y que sin dudarlo era guapa, podía llegarle a la cintura. Pero había un pequeño detalle, ella, la inalcanzable, la culpable que nuestras lenguas se trabaran y los nervios nos atacaran con furia cada vez que la veíamos tenía el cabello (porque se dice cabello, jamás pelo) castaño claro, clarísimo…casi…rubio. Hasta entonces, mi atracción por el blondo color de cabello era natural, me llamaba la atención como cualquier cabellera natural. Sin embargo, poco a poco, el amarillo reflector de esas cabecitas fue llamándome más la atención. El clímax de esta atracción se dio un verano, donde ya venía, desde hacia varias estaciones atrás a disfrutar del calor y el sol, tumbado al lado de la piscina a la que el trabajo de mi mamá nos daba derecho de utilizar. En ese espacio hice muchos amigos, pero recuerdo en especial a aquella chica rubia. Su piel blanquísima, enfundada en su traje de baño celeste, y por la espalda, colgando cual Rapunzel, su trenza dorada que le llegaba casi a la cintura, larguísima. Peinarse de aquella forma hacia que su cabellera se estrujara contra su cabeza, dándole un aire poco menos que majestuoso, casi una reina, una reina bávara, una zarina rusa, y no andaba lejos; su nombre, Olga, delataba que algo de las frías tierras siberianas traía.
Al comienzo la veía de lejos, dos años tuve que soportarme a mí y la insoportable levedad de mi timidez para decidir dirigirle algunas palabras. Sin embargo, en el tercer año, algo pasó, un tufo de valor asomó en mi y cogí lo suficiente como para decirle un día…”Hola”. Allí empezó todo, pareciera que las cosas se volverían más sencillas, más fáciles, más bonitas…pero no. Ella se había mostrado bastante amable y hacía gala de buen humor, era una niña preciosa, y sin embargo sentía que no pasaba de la línea de la amistad. La irónica, sarcástica y hasta a veces odiada amistad. Pasaron los días, no seguíamos viendo y nadando juntos, yo estaba en la gloria, no podía ver más allá de lo que lo evidente (para las chicas) era. Y nunca falta aquella arpía, aquella pequeña cizañoza que por el solo motor de joder resultan metiéndote en un embrollo o simplemente dejándote en evidencia. Y así me pasó a mí.
Estábamos en la piscina que, como siempre, teníamos libre después de las clases un par de horas antes que nos recogieran. No recuerdo que le había hecho a ella, otra amiga, cómplice, pata, pero la había molestado y me amenazó con delatarme en frente de mi rubia debilidad, seguro le gustaba, casi siempre a esa edad, cuando te joden también es un indicativo de que le gustas a alguien (y ahora que lo pienso, hasta ahora también). No le creí. Craso error. Cuando estaba en la piscina, a un lado, vi que se le acercaba, pero no la creía capaz de venderme de esa manera, solo cuando me lanzó esa mirada, antes de llegar a ella, esa mirada que dice “te jodiste” y su sonrisa maliciosa, supe que estaba decidida a hacerlo. Recuerdo haberme aventado al agua, tratar de llegar lo antes posible donde ellas se encontraban, mi blonda debilidad estaba apoyada dentro del agua, a un lado conversando con unas amigas (¡Dios! ¡Lo iba a hacer frente a público femenino!), pero llegué tarde. “Dice Jorge que tu le gustas”. Me encontraba a medio camino cuando escuché esas palabras. Helado, petrificado, me comenzaba a hundir y pensar en ahogarme en el metro y medio de piscina que tenía debajo de mí. Pero lo que vino después fue peor, rodeada de las risitas burlonas de sus amigas (regias y rubias como ella), volteo a mirarme de pies a cabeza, o lo que pudiera salir bajo el agua, y con la mirada más fría y el tono de voz más calculador que podía recordar hasta entonces, lanzó un despectivo “a mi no” que terminó de sepultar mi pequeña y desapercibida imagen. Lo siguiente que recuerdo es a mi sumergiéndome en el agua, buceando al otro extremo de la piscina y saliendo a esconderme donde nadie me encontrara hasta que llegaran por mi. Silencio. A partir de ese día decidí que nunca más volvería a enamorarme de una mujer rubia, y hasta hoy lo he cumplido (Salvo Helen Hunt y Scarlett Johanson que caen en la categoría de diosas). Hoy ando mariconamente feliz al lado de mi Negrita.

Valentines

Me encanta el 14 de febrero, pero ni loca salgo a celebrar! Es que como ya no es solo el día de los enamorados sino también de la amistad, hay mares de gente pugnando por un sitio en algún local o simplemente deambulando. Hace 12 años que los Vidos no salimos a celebrar, la última vez que lo hicimos terminamos en una súper bronca, precisamente por el gentío, la mala atención y el mal humor que esto nos generó. Ahora celebramos en casa o en la de algún amigo, y a mí, particularmente, me gusta celebrar haciendo cosas cursis y churriguerescas para mis amigos, como esta:



Feliz Día Valentines!